A través del lente, diez años de camino, donde la luz y la sombra se cruzan en un rostro. La tierra wixárika susurra en sus rituales,
mientras la cámara mestiza la escucha, construyendo un puente de miradas que se entrelazan.

Una conversación muda, pero llena de ecos, donde la distancia se acorta y el alma se entiende. El mestizo ve en el wixárika no solo imagen,
sino vida, cosmovisión, historia que perdura. El wixárika observa al mestizo, un reflejo ajeno que al fin se reconoce en su propio espejo.

En la estijí, pero un las como manos de santos de la torre, la madera canta, da con hilos y chaquira de memoria y tierra, el viento trae consigo un susurro turbio, peso que no puede ser dicho con palabras. Las huellas del olvido y el miedo se sienten, sombras largas que se estiran en el suelo, y el eco de pasos que cruzan el umbral de la noche.

Hermenegildo, con su lente de verdad callada, cubre con luz los rostros que el tiempo olvida, y la mirada profunda de la tierra herida,
muestra los ecos de un camino quebrado. No hay gritos en sus imágenes, solo silencios pesados,
como aves que ya no cantan, pero cuyo vuelo deja rastros invisibles en el aire.

En el peor rincón de la foto, las cicatrices se ocultan, se sienten, como raíces que buscan la luz,
como hojas que caen antes de tiempo. El mestizo, al observar, siente que no solo mira, sino que se adentra en un territorio ajeno,
donde el viento y el polvo hablan un idioma antiguo, y donde cada imagen es un grito que no se escucha.

Así, el encuentro de las miradas se vuelve templo, donde lo que se dice no es tan importante como lo que
se calla, y lo que se ve no es solo lo que está ante los ojos, sino lo que se esconde entre la sombra y la luz. En este arte, la conversación es profunda, y entre las manos, la tierra aún respira.